Culpables por naturaleza

por Ricardo E. Tatto | 28 nov, 2019

Un par de paredes blancas, muros impolutos con apenas tres ventanas. Al fondo, un enorme diorama va cambiando de tonalidad según la iluminación. Una escenografía minimalista con dos sillas negras, dos oscuros asientos para igual número de personajes desolados: Silvia y Javier.

Silvia (Paloma Domínguez) se ducha mientras explora su cuerpo. Javier (Darío Rocas) conduce hacia el trabajo al tiempo que hace planes a futuro. Ambos nos hacen partícipes de sus pensamientos, comparten el tedio de su vida y el hastío de la cotidianidad. Su existencia no es diferente de aquella de la clase media de este país, con sus triunfos y sinsabores.

Las apariencias engañan, los personajes se encuentran en una espiral de decadencia, dolor y degradación a raíz de una pérdida que sumirá su matrimonio en una situación límite. De todo esto y más va La piel de metal, una producción de Colectivo Transeúnte, originario de Jalisco, dirigida por Eduardo Covarrubias, a partir del texto del sonorense Juan Carlos Valdez.

La piel de metal es un tratado acerca del dolor y de la negligencia, también una crítica social sobre la falta de oportunidades de trabajo y la corrupción de la política, además de exhibir la violencia latente ante las frustraciones y la incapacidad de manejar el dolor.  Al centro de esta historia subyace un tema: la culpa, ese bagaje emocional que cargamos desde mucho antes de cometer un desatino o un crimen.

En la frugalidad escenográfica el peso de la obra recae en las actuaciones de Domínguez y Rocas, quienes cuentan con destreza suficiente para mantener en vilo al público, al que llevan a un tour de force histriónico. El texto se vale de numerosas elipsis, las cuales forman una compleja estructura y diálogos que se abren a dimensiones no evidentes, que se van trabajando sobre la escena en sus contrapuntos. 

En esta relación de pareja, atravesada de sentidos y contrasentidos, hay momentos en los que no presenciamos un diálogo, sino dos monólogos que fluyen como líneas paralelas que apenas se tocan. El remolino dramático va in crescendo hasta formar un vórtice de acciones de consecuencias funestas, que terminan en una catarsis y  un final que llega como un suspiro, un descanso de la tensión presenciada.

La intrincada estructura se resuelve de manera que no hay confusión alguna ante lo relatado. Cada cuadro escénico está bien diferenciado. A esto ayuda la iluminación que, a través de una amplia paleta de colores, separa cada espectro emocional por el que atraviesan los protagonistas, quienes viven intensos estados de dolor, ira, frustración, desesperanza, resignación, incluso, venganza. 

Aquí la escenografía funciona como un lienzo donde hacia el final de la obra se proyectan unos burdos efectos visuales. La iluminación navideña en los marcos de las ventanas resultó francamente chabacana. El texto interpretado por los eficientes actores no requería más que un par de sillas para complementar un desplazamiento escénico bien trabajado. Darío Rocas destaca en la proyección de voz y la correcta dicción en el alud de diálogos de los que se compone esta obra. La puesta en escena, en su empeño por abarcar los pliegues psicológicos al interior de una pareja que enfrenta los dilemas de tener hijos, logra con acierto un estudio sobre la culpa, un fardo que todos cargamos como seres humanos, demasiado humanos.

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Crédito fotos:

  • José Jorge Carreón
  • José Jorge Carreón
  • Raúl Kigra
  • Raúl Kigra